Por una vida auténtica

Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

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Navidad… Una palabra que me produce sentimientos encontrados. Recuerdo la Navidad de mi infancia, que era un torrente de emociones continuadas, positivas, por supuesto: las vacaciones en el cole; el ambiente que se respiraba en las calles, que yo, en mi inocencia infantil, percibía con una sensación permanente de ilusión, de que sólo podían pasar cosas buenas; la decoración navideña… Me encantaba preparar el belén, nos pasábamos horas buscando los materiales necesarios para crearlo y colocando figuritas; quedaba precioso. Hace muchos años que no lo monto. Supongo que en algún momento de la adolescencia dejé de verle la gracia… Y, la verdad, reconozco que tengo una espinita clavada por no haber seguido la tradición con mi hijo. A él le encantaría… Bueno, aún es pequeño, así que estoy a tiempo.

Recuerdo aquellos días tan fríos y mirar al cielo con la esperanza de que se nublara y empezara a nevar. En Barcelona era muy raro, y cuando caía alguna nevada que llegaba a cuajar, para los niños (y no tan niños) se convertía en el acontecimiento del año. A mí me sigue maravillando.

Me encantaban las reuniones familiares, aquellas largas jornadas de fiesta y juegos con mis primos, el turrón y los polvorones… Mis favoritos eran los roscos de vino y aquellos grandes, envueltos en papel blanco, que había que apretar bien antes de comerlos. Los compro cada año, pero, no sé si es cosa del recuerdo, no saben igual. En cuanto al turrón, lo acumulo en un armario de la cocina y cada cierto tiempo tengo que tirar tabletas sin estrenar, caducadas.

La lotería. Ya hace tiempo que no compro más que alguna participación por aquello del «y si toca», pero recuerdo lo emocionada que seguía el sorteo en directo, en la tele en blanco y negro, con el alma en vilo, segura de que caería algún premio millonario con el que mis padres nos comprarían, a mi hermana y a mí, bonitos vestidos, la bici que tanto se resistían los Reyes a traerme, y podríamos irnos de vacaciones en avión.

Los Reyes… Desde que soy madre he recuperado la ilusión por ese día que todos los niños esperan con impaciencia. Detesto el consumismo y el chantaje emocional al que la sociedad somete a los pequeños con la amenaza continua de que si no se portan bien los Reyes no les traerán nada, pero cuando veo cómo brillan los ojos de mi hijo mientras les escribe la carta y cómo disfruta con la cabalgata, sólo puedo sumarme a la fiesta. De hecho, estos últimos años esos han sido los únicos momentos en que he sentido que la emoción no se había extinguido por completo de mi vida.

Sí, la Navidad junto al gilipollas con el que desperdicié tantos años se transformó en una época tan gris como el resto del año. Las reuniones familiares, todas dignas de olvidar, igual que nuestra relación. Raúl fue lo único bueno que salió de ahí. Y menos mal… Menos mal que tengo a mi hijo, porque es él quien hace posible que haya empezado a recuperar el tiempo perdido.

Me pregunto el porqué de esa transformación colectiva que hacemos en Navidad. Por qué compartimos mesa, no una, sino varias veces en pocos días, con gente a la que no soportamos, con la que evitamos el contacto durante el resto del año. Por qué ese derroche de buenos deseos, cuando resulta que el resto del año no somos capaces ni de dar los buenos días. Por qué tanta alegría, tanta fraternidad, tanta solidaridad… tanta fachada que en la mayoría de los casos no es más que el recubrimiento de edificios vacíos o en ruinas.

El capullo con el que me casé brindaba conmigo y me besaba después de que nos comiéramos las uvas, cada Nochevieja. Me miraba a los ojos, sonriente, y me decía «te quiero». Y yo era tan mojigata que me lo creía. Hasta que no se largó no me di cuenta de la gran farsa en la que había estado metida. Bueno, no me quise dar cuenta hasta entonces. Y ahora me parece increíble que aquella tonta fuera yo. ¿Por qué lo aguanté tanto tiempo? ¿Por qué me empeñaba en seguir atrapada en una vida tan gris, en la que estaba totalmente anulada?

Nos conformamos con tan poco… Once meses de existencia insípida, de ir tirando, sin sueños, sin riesgos, sin inquietudes, sin atrevernos a ser la persona que nos gustaría ser, que merecemos ser, y un par de semanas, entre la playa en verano y las fiestas de Navidad, de falsa alegría. A eso se reduce la vida de tantísima gente.

Yo ahora no me lo explico. No podría volver a eso. Me merezco una vida plena, emocionante, en la que reír y llorar, en la que convivan la ilusión y el dolor, en la que lo que suceda sea consecuencia de mis decisiones. En definitiva, una vida auténtica.

Y la Navidad la pasaré con quien me apetezca, si me apetece. Con mi hijo, por supuesto. Y brindaré sólo con quien lo merezca, y puede que comparta bonitos mensajes en Facebook o en mi blog, pero será porque quiero hacerlo. Y nunca más, lo prometo, me traicionaré a mí misma. Nadie debería hacerlo. La autenticidad duele al principio, sobre todo si has estado inmersa en el letargo de una vida insípida, pero una vez la pruebas, no quieres renunciar a ella.

Lo mínimo que deberíamos esperar del mundo en el que vivimos es que se nos permitiera soñar con llevar a cabo nuestros sueños. Y sí, ya sé que soy un personaje literario, pero es un pensamiento perfectamente aplicable a las personas de carne y hueso.

¡Feliz Navidad!

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Un comentario en “Por una vida auténtica

Una parada en el camino para leerte...

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