Ha pasado tiempo desde aquel viaje sin rumbo, cuyo destino era encontrarme. Un viaje que inicié sin ilusión ni esperanzas, pero que acabó transformándome, gracias sobre todo a la gente que fui encontrando en el camino. Como Miguel, el primer navegante solitario con el que topé, que me llevó a La Rioja y a empezar a darme cuenta de que éramos muchos los náufragos que va dejando la vida.
Con la vida a cuestas es la novela que recoge mi aventura y la de varias de esas víctimas que, después de todo, y a pesar de las circunstancias, no dejan de luchar por mantenerse a flote. Os dejo con un fragmento de mi encuentro con Miguel Luján. Si os pica la curiosidad, aquí podéis leer varios capítulos más.
Tal y como había prometido Miguel Luján, aquella noche cenaron y durmieron en La Rioja, en Nájera, un bonito pueblo con varios edificios singulares y un agradable paseo junto al río Najerilla. Durante el trayecto Alberto atendió con resignación y paciencia a las inacabables anécdotas de aquel hombre que, por encima de todo, necesitaba ser escuchado. Le explicó su historia personal: que era padre de dos mujeres increíbles, independientes, excelentes estudiantes, la envidia de Llanes. Le aseguró que no guardaba rencor a su exesposa, a la que había conocido cuando trabajaba de camarera en uno de los restaurantes donde había colocado la mejor máquina Astoria. “La enamoré con este piquito de oro”, recordó con una sonrisa que desprendía una buena dosis de melancolía. Tampoco odiaba al adinerado abogado por el que ella lo había dejado. O eso dijo. Y para reforzar esa idea se esforzó en acentuar su inevitable sonrisa, aunque los ojos transmitieran otra cosa.
Aquellas revelaciones de quien tras quince años no había superado aún el abandono y lo suplía con una vida de entrega al trabajo, trasladaron a Alberto a los días de felicidad junto a María, antes de ser padres, y siéndolo. La punzada continuaba siendo muy dolorosa. ¿Perdonaría él a su compañera? ¿Comprendía su reacción? ¿Habría sido posible continuar juntos? Se lo había preguntando muchas veces, y lo seguiría haciendo, era inevitable. Hacía el esfuerzo por ponerse en la piel de ella, y entendía que el dolor la hubiera empujado a marcharse, pero le reprochaba la forma como había acabado todo. Tantos años juntos, siendo felices, borrados de un plumazo.
Pensar en su marcha llevaba asociado inevitablemente el recuerdo de Eloy, que lo invadía todo y le obligaba a llorar las lágrimas que ya no tenía. ¿Cuánto tiempo puede continuar latiendo un corazón destrozado?
Llegados a Nájera, Miguel llevó a su pasajero a un bonito hostal. Antes cenaron en un restaurante, donde Alberto disfrutó de la cocina riojana, de aspecto y sabor infinitamente más apetitosos que el menú de un área de servicio, convenientemente regada con vino de la tierra. Sólo le faltaba al vendedor la ayuda del alcohol para acabar de desenrollarle la lengua. Sorprendentemente, la conversación fue amena, alejada de pasados tristes y nostalgia. La combinación de la agradable velada, la buena comida, y un entorno acogedor por descubrir, ayudó a Alberto a dormir a pierna suelta. A la mañana siguiente se despertó temprano y salió a pasear antes del desayuno. El revitalizante aire fresco y el murmullo saltarín del río Najerilla le ayudaron a tomar una nueva decisión.
—Qué tal, amigo, ¿cómo ha dormido? —le preguntó Miguel cuando apareció por el comedor del hostal armado con la primera sonrisa del día.
—Muy bien. ¿Y usted?
—Yo siempre duermo bien. Y ahora a reponer fuerzas. Ya verá qué desayuno tan completo —dijo, señalando a las mesas en que aguardaban los manjares—. Por cierto, ¿ya ha pensado hasta dónde quiere llegar hoy?
—Tengo buenas noticias para usted: no me va a tener que llevar a ningún sitio porque me voy a quedar por aquí unos días. Me apetece conocer un poco mejor este lugar.
El agente comercial no pudo evitar que una expresión de contrariedad apareciera en su rostro.
—Bueno… Le confieso que lo lamento. No el hecho de que se sienta usted a gusto, por supuesto, sino que no vaya a acompañarme más. No es fácil encontrar buenos compañeros de viaje. —Alberto no tenía la impresión de haberlo sido—. En fin, entonces aprovecharemos el desayuno para celebrar esas buenas sensaciones que le ha proporcionado La Rioja. —La tristeza dejó paso al entusiasmo de nuevo.
Un rato después se despedían con un abrazo. A Alberto le incomodó el arranque afectuoso del hombre, pero también sintió una pequeña punzada de culpabilidad por “abandonar” a quien le había ofrecido su ayuda sin dudar y que estaba dispuesto a llevarlo a donde él le pidiera. Se dio cuenta de que incluso creyéndose el ser más desgraciado del mundo había otras personas que se sentían tan solas como él y necesitaban, agradecían incluso, el frío calor que proporcionaba su compañía. Unos oídos que escuchasen, unos ojos que aguantasen la mirada. El viejo Mercedes arrancó y, mientras desaparecía calle abajo, Alberto pensó que cuando parase en un área de servicio recordaría al risueño vendedor de máquinas de café.