Estoy en Nájera, un bonito pueblo de La Rioja que hace mil años llegó a ser reino. Esta mañana he salido a pasear para conocer el lugar a donde me ha conducido el destino, ya veremos por cuánto tiempo.
La parte histórica se apiña en torno al monasterio de Santa María la Real, y todo el conjunto queda bajo la protección de una ladera montañosa salpicada de pequeñas cuevas cuyo origen no he acabado de descifrar.
Me he acercado al paseo que discurre paralelo al río, el Najerilla, que marca la división entre la Nájera moderna e industrial y la histórica. Hay varios puentes que lo atraviesan. Desde lo alto de uno de ellos he paseado la mirada por todo el entorno, y lo que me ha llamado más la atención no ha sido el paisaje, sino una anciana que se encontraba en el banco más cercano a mi ubicación.
Podía distinguir sus facciones con claridad. Profundas arrugas surcaban su rostro y tenía el pelo completamente blanco, recogido en dos largas trenzas que reposaban en su pecho y casi le llegaban hasta la cintura. La nariz aguileña y unos ojos oscuros de mirada profunda acababan por darle el inconfundible aspecto de una india americana. Vestía un abrigo de colores vivos y sonreía dejando entrever una dentadura aparentemente perfecta. Debía tener más de ochenta años, pero mi impresión es que se sentía joven, probablemente mucho más que yo.
Sin embargo, su aspecto no era lo más llamativo, sino el hecho de que estaba rodeada de una multitud de gatos de todos los colores y tamaños, que la acompañaban en su baño de sol primaveral. Parecía una estampa sacada de un cuento.
He estado un rato observándolos, y he contado hasta veinticuatro gatos. Los más jóvenes jugaban a revolcarse o a perseguir moscas y mariposas, mientras que los adultos descansaban junto a la anciana, en el mismo banco, sobre sus piernas, o enroscados a sus pies. La mujer los acariciaba y les susurraba palabras que juraría que los animales comprendían, aunque la mayor parte del tiempo simplemente reposaban en silencio. Al cabo de unos minutos la anciana ha decidido que era hora de marcharse, así que se ha incorporado y, apoyada en un bastón de madera, con pasos cortos y pausados, y rodeada de gatos, se ha dirigido hacia uno de los callejones que se perdían en el interior del pueblo.
Perdido. Así me siento yo…, y lo peor es que no sé si quiero encontrarme.